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Apasionado de la escritura y de la lectura. Con larga experiencia en el mundo de la consultoría y de las entidades financieras. Aficionado a la práctica del deporte, en particular del baloncesto, del esquí y del montañismo. Profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya. Consejero de varias sociedades, entre ellas de Triodos Bank, N.V. Economista y Doctor en Administración y Dirección de Empresas.

martes, 23 de abril de 2013

Un cuento para Sant Jordi


Reedición de este cuento que publiqué en el blog de Joan Melé, dinero y conciencia, en mayo del pasado año. Por desgracia, sigue estando de actualidad. Feliç Sant Jordi !!!

El pasado lunes, como marca la tradición en el día de Sant Jordi, dediqué un rato a pasear por el centro de Barcelona, compré rosas, entré en diversas librerías y me hice con algunos títulos que me interesaban.

En una de las librerías, atestadas de gente por cierto y mientras ojeaba algún que otro libro, me sorprendió escuchar fortuitamente como una chica joven, de unos veintitantos años, le pedía a una de las libreras que le aconsejara algún título que pudiera animar a una amiga suya quien, por una serie de motivos que no desveló, estaba muy desanimada y hundida y buscaba algún libro que pudiera ayudarla a salir de esa pozo.

Lógicamente no me pareció decoroso seguir escuchando aquella charla e incluso me dirigí hacia otra sección pero debo reconocer que la pregunta de la chica me dió que pensar. Probablemente a la librera le pasó lo mismo, aunque en otro sentido, porque su cara de perplejidad y de no saber muy bien cómo proceder ante aquella curiosa pregunta, no tenía desperdicio. Tal vez la amiga de nuestra desconocida protagonista sufría de mal de amores, tal vez había tenido un conflicto con sus padres o tal vez había perdido a un ser querido pero no pude evitar imaginar, - deformación profesional de los economistas -, que probablemente aquella joven era una persona más de entre los millones de desempleados del país, que tal vez había estudiado con ahínco para labrarse un futuro, que tal vez había compaginado sus estudios con algún trabajo temporal o a tiempo parcial y que había seguido los consejos de sus padres quienes seguramente le habían repetido hasta la saciedad aquella famosa frase de “quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”.

No se si ese es el caso de la anónima joven o si sólo es fuente de mi imaginación pero voy a seguir con esa hipótesis. Probablemente esa chica había conseguido algún trabajo al finalizar sus estudios y, no mucho tiempo después había acabado engrosando las filas del paro. Al principio no le afectó demasiado, se sentía fuerte y preparada e inició la búsqueda de un nuevo empleo. Los meses fueron pasando y la búsqueda se transformó en una rutina de envío de currículums, de alguna entrevista que otra sin resultados aparentes y esa rutina fue minando su moral hasta que la joven preparada cayo en un estado de confusión y de desesperanza. El mundo que habían conocido sus padres y que le habían vendido de buena fe, ya no existía, se estaba desmoronando.

Siguiendo una conocida inercia humana empezó a buscar posibles culpables empezando lejos de sí misma, los americanos, los alemanes, el gobierno, los bancos, … y como no entendía nada y no se sentía satisfecha, siguió buscándolos más cerca de ella, su antigua empresa, su jefe, su novio, sus padres, hasta que acabó culpabilizándose a sí misma en un proceso de autodestrucción que no la llevaba a nada.

Es evidente que estamos ante una situación económica y social de extrema complejidad, que estamos asistiendo a la crisis de un modelo de sociedad en la que, como en todas las crisis y, recordando a Gramsci, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Es esa situación la que provoca la ansiedad y la incertidumbre, la desesperanza e incluso, como en el caso de la chica de mi imaginario, la sensación de culpa y de incapacidad de obrar que paraliza los sentidos y destruye nuestra voluntad.

De repente mi mente me trasladó a una cafetería. Tenía a aquella imaginaria joven ante mí y tenía que mojarme, tenía que decirle algo, tenía que intentar levantar su voluntad, lo único que podía sacarla de aquel círculo vicioso de inacción y culpa. Y la sensación es que debía hacerlo no como economista, no como técnico que se supone que entiende lo que está pasando, cuáles son sus claves y cuáles sus salidas, sino como ciudadano responsable, como ser humano. ¿Qué podía decirle? Ante aquella incómoda situación, mudo ante la joven que esperaba mis reflexiones, Goehte vino en mi ayuda y, como si de una inspiración se tratara, recordé la famosa frase pronunciada por los ángeles al liberar a Fausto de su pacto con el diablo y permitirle ascender al cielo tras su muerte: “A quien siempre se esfuerza con trabajo podemos rescatar y redimir”. Esa predisposición al trabajo, al estudio, a descubrir cosas que pudieran repercutir en el bienestar de los demás, junto con el amor que había demostrado a Gretchen, la mujer de su vida, fueron las claves para la redención de Fausto.

Esas eran las palabras clave, “actividad” y “amor”. Las palabras que podían sacar a la joven de su estado de prostración anímica. Las ideas fuerza para un renacimiento social porque la joven es, en el fondo, una personalización de toda una sociedad confusa, necesitada de impulso, de retos, de la posibilidad de alcanzar ilusiones no necesariamente materiales. La fuerza de aquellas palabras desactivó el incómodo silencio que se transformó como por arte de magia en una conversación fluida y rica.

Al poco rato la joven había empezado a visualizar de nuevo que era en realidad una persona útil, imprescindible para muchas otros seres humanos. Que había cosas que la motivaban y gentes con necesidades a las que le gustaría ayudar, que tenía que pasar de ser víctima a ser protagonista. Tenía que transformar su amor en acción para cambiar las cosas, allá donde pudiera ser útil, allá donde su capacidad pudiera aportar: organizaciones sin ánimo de lucro, residencias de ancianos, grupos de trabajo que pretendían impulsar nuevas desarrollos o soluciones tecnológícas, iniciativas de todo tipo, empresariales o no, en el ámbito de una nueva concepción de la sociedad. Acción no siempre compensada económicamente en un principio, pero que, tan sólo al verbalizarla, empezaba a dar un nuevo impulso a la alicaida voluntad de la joven, y que tenía la capacidad de devolver el brillo de la esperanza a aquellos bellos ojos apagados tan sólo minutos antes.

Además, esa acción y ese amor, canalizados de forma adecuada, suelen acabar transformándose no mucho tiempo después en oportunidades profesionales remuneradas y, lo que es más importante, de una fuerte impronta vocacional. Allá es donde puedo ser útil, aquello es lo que me gusta, es donde puedo contribuir a cambiar las cosas y, además, me gano razonablemente la vida.

Seguimos charlando un buen rato, intercambiando opiniones, sensaciones y experiencias. Pero yo tenía que irme, mi imaginación debía volar hacia otros lugares. Decidí invitarla y pagar aquellos cafés que nunca fueron ingeridos. Salimos de aquel imaginario local. La chica se despidió de mi con un abrazo que era auténtico y que denotaba cariño y agradecimiento. Con paso decidido y la sonrisa brillándole en los ojos la vi alejarse por las callejas de mi mente. 

domingo, 7 de abril de 2013

La fábula del zapato


Como tantas otras mañanas decidí dedicar unos minutos a disfrutar de la visión de la calle desde la ventana de mi entresuelo.  Apoyado con cierta desgana en el alfeizar, mi taza de café humeante siempre a mano en la contigua mesita y mis ojos destripando a vehículos, tenderos y transeúntes.

Ahí estaban: la pareja de la nueva policía de seguridad ciudadana asomaba por la esquina de la calle Mayor. Con gesto amable interrumpían el paseo de una señora para inspeccionar las suelas de su calzado. Tras unos segundos y con aire sonriente la saludaban y la invitaban a seguir su camino. Con seguridad se trataba de una buena ciudadana cumplidora de las normas y leyes vigentes.

Un sorbo de café me ayudó a recordar aquél desgraciado incidente, tan solo unos meses atrás, en el que un paseante al que los medios de comunicación identificaron como Don Fermín, resbaló mientras caminaba por una de las calles principales de la ciudad con tan mala fortuna que al caer se rompió el brazo. Lógicamente las autoridades, siempre preocupadas por nuestra seguridad como es su obligación, iniciaron una profunda investigación acerca de los hechos y, tras un largo tiempo de concienzudo análisis concluyeron que el accidente se había producido por la confluencia de dos circunstancias, un suelo ligeramente mojado debido a un ligero chubasco caído en las horas anteriores al accidente y unas suelas excesivamente lisas y desgastadas en los zapatos del infortunado paseante.

La reacción de nuestros gobernantes fue inmediata y contundente. Una vez recibidos los informes sobre el accidente en el correspondiente Ministerio, sus probos funcionarios analizaron en detalle el marco jurídico aplicable y se percataron de que, cara a evitar ese tipo de percances en el futuro no podían recurrir a prohibir la lluvia puesto que no estaba clara la soberanía del Estado sobre determinados fenómenos atmosféricos y porque ello, que hubiera sido la solución ideal, hubiera podido provocar reacciones airadas de fabricantes de paraguas, de agricultores y de algún que otro de los pocos grupos de interés y sectores de actividad económica que todavía quedaban en pie.

Ante este panorama, la única actuación posible tenía que realizarse asegurando que los ciudadanos calzaran zapatos que dificultaran al máximo el deslizamiento sobre superficies húmedas o mojadas. Distraído en mis pensamientos continuaba mirando a la calle y pensaba satisfecho en lo seguros que caminaban ahora los transeúntes. Era cierto que en nuestra ciudad llovía más bien poco, por no decir casi nada, pero había que reconocer que la protección y la seguridad del ciudadano estaban por encima de todo. Era feliz. Nuestro Estado se preocupaba por nosotros y una de las muestras más claras era la nueva normativa sobre las suelas de zapato. Lógicamente las cosas había que hacerlas bien y las nuevas regulaciones  permitían que la policía inspeccionara sobre el terreno si las suelas que calzaban los caminantes se adecuaban a la nueva norma. También se había tenido que contratar a un amplio equipo de inspectores que periódicamente visitaban las fábricas de calzado y las zapaterías para asegurar que se cumplía la normativa vigente y que nadie buscaba lucrarse con la inseguridad ajena. 

Un nuevo sorbo de mi taza de café me proporcionó energía adicional.  Y parecía evidente que la necesitaba porque solo en ese momento regresó a mi mente el trámite parlamentario de la ley de seguridad del calzado. ¡Dios mío! ¡Qué infecta es la política! El gobierno solicitando apoyo para la aprobación de una normativa tan esencial para la seguridad ciudadana y que venía a complementar anteriores normas como las que legitimaban el uso obligatorio en zonas urbanas del casco y las coderas para transeúntes o las que normalizaban la utilización de correas de sujeción para pasear por las calles con niños de menos de diez años, y mientras tanto la oposición negándole su apoyo y argumentando que la nueva normativa era insuficiente, que debía ser más estricta y considerar no solo la suela sino la totalidad de la estructura del zapato. Solo así se evitarían tragedias como la acontecida a Don Fermín. Pero, ¿qué querían?, ¿que camináramos por la calle con crampones?

Dejé la mente en blanco por unos instantes mientras asistía al espectáculo de ver como la pareja  de policías de seguridad ciudadana reprendía ahora severamente a un caballero cuyas suelas no debían cumplir la normativa. El hombre protestaba y vociferaba de forma airada. A pesar de la distancia me pareció escuchar alguna palabra suelta como “libertad” o “multa”. Sonreí para mis adentros. ¿No pensaría ese individuo en no pagar la multa que con toda justicia  debían haberle impuesto? Eso era imposible, el Estado tenía acceso a absolutamente todos nuestros datos, nuestras cuentas bancarias, conocía nuestra historia, quiénes éramos, de dónde veníamos, dónde trabajábamos, qué nos gustaba o nos dejaba de gustar, con quién estábamos e incluso qué pensábamos.  ¡Vaya iluso que hablaba de libertad! ¿Qué es la libertad sin seguridad? ¿Se quejaba acaso? ¿No tenía la posibilidad de votar cada cuatro años? Desde luego, la gente cada vez era más desagradecida.

Miré fijamente a la taza de café. Estaba vacía. Cada mañana me ocurría lo mismo, tenía que salir a realizar mis actividades cotidianas pero el mundo era un lugar tan lleno de peligros que necesitaba armarme de valor y el hecho de mirar por la ventana durante unos minutos con mi café al lado era mi particular forma de cargarme de energía y de atrevimiento. Pero ya no había más café,  ya no podía esperar más. Tenía que salir a la calle y, la verdad es que cada día que pasaba, notaba como iba perdiendo tanto las ganas como la costumbre. ¡Suerte que el Estado protege a sus ciudadanos!