Como tantas otras mañanas decidí dedicar unos
minutos a disfrutar de la visión de la calle desde la ventana de mi
entresuelo. Apoyado con cierta desgana
en el alfeizar, mi taza de café humeante siempre a mano en la contigua mesita y
mis ojos destripando a vehículos, tenderos y transeúntes.
Ahí estaban: la pareja de la nueva policía de
seguridad ciudadana asomaba por la esquina de la calle Mayor. Con gesto amable interrumpían
el paseo de una señora para inspeccionar las suelas de su calzado. Tras unos
segundos y con aire sonriente la saludaban y la invitaban a seguir su camino. Con
seguridad se trataba de una buena ciudadana cumplidora de las normas y leyes
vigentes.
Un sorbo de café me ayudó a recordar aquél
desgraciado incidente, tan solo unos meses atrás, en el que un paseante al que
los medios de comunicación identificaron como Don Fermín, resbaló mientras
caminaba por una de las calles principales de la ciudad con tan mala fortuna
que al caer se rompió el brazo. Lógicamente las autoridades, siempre
preocupadas por nuestra seguridad como es su obligación, iniciaron una profunda
investigación acerca de los hechos y, tras un largo tiempo de concienzudo
análisis concluyeron que el accidente se había producido por la confluencia de
dos circunstancias, un suelo ligeramente mojado debido a un ligero chubasco caído
en las horas anteriores al accidente y unas suelas excesivamente lisas y
desgastadas en los zapatos del infortunado paseante.
La reacción de nuestros gobernantes fue
inmediata y contundente. Una vez recibidos los informes sobre el accidente en
el correspondiente Ministerio, sus probos funcionarios analizaron en detalle el
marco jurídico aplicable y se percataron de que, cara a evitar ese tipo de
percances en el futuro no podían recurrir a prohibir la lluvia puesto que no
estaba clara la soberanía del Estado sobre determinados fenómenos atmosféricos
y porque ello, que hubiera sido la solución ideal, hubiera podido provocar
reacciones airadas de fabricantes de paraguas, de agricultores y de algún que
otro de los pocos grupos de interés y sectores de actividad económica que
todavía quedaban en pie.
Ante este panorama, la única actuación
posible tenía que realizarse asegurando que los ciudadanos calzaran zapatos que
dificultaran al máximo el deslizamiento sobre superficies húmedas o mojadas.
Distraído en mis pensamientos continuaba mirando a la calle y pensaba
satisfecho en lo seguros que caminaban ahora los transeúntes. Era cierto que en
nuestra ciudad llovía más bien poco, por no decir casi nada, pero había que
reconocer que la protección y la seguridad del ciudadano estaban por encima de
todo. Era feliz. Nuestro Estado se preocupaba por nosotros y una de las
muestras más claras era la nueva normativa sobre las suelas de zapato.
Lógicamente las cosas había que hacerlas bien y las nuevas regulaciones permitían que la policía inspeccionara sobre
el terreno si las suelas que calzaban los caminantes se adecuaban a la nueva
norma. También se había tenido que contratar a un amplio equipo de inspectores
que periódicamente visitaban las fábricas de calzado y las zapaterías para
asegurar que se cumplía la normativa vigente y que nadie buscaba lucrarse con
la inseguridad ajena.
Un nuevo sorbo de mi taza de café me
proporcionó energía adicional. Y parecía
evidente que la necesitaba porque solo en ese momento regresó a mi mente el
trámite parlamentario de la ley de seguridad del calzado. ¡Dios mío! ¡Qué
infecta es la política! El gobierno solicitando apoyo para la aprobación de una
normativa tan esencial para la seguridad ciudadana y que venía a complementar
anteriores normas como las que legitimaban el uso obligatorio en zonas urbanas
del casco y las coderas para transeúntes o las que normalizaban la utilización
de correas de sujeción para pasear por las calles con niños de menos de diez
años, y mientras tanto la oposición negándole su apoyo y argumentando que la
nueva normativa era insuficiente, que debía ser más estricta y considerar no
solo la suela sino la totalidad de la estructura del zapato. Solo así se
evitarían tragedias como la acontecida a Don Fermín. Pero, ¿qué querían?, ¿que
camináramos por la calle con crampones?
Dejé la mente en blanco por unos instantes mientras
asistía al espectáculo de ver como la pareja
de policías de seguridad ciudadana reprendía ahora severamente a un
caballero cuyas suelas no debían cumplir la normativa. El hombre protestaba y
vociferaba de forma airada. A pesar de la distancia me pareció escuchar alguna
palabra suelta como “libertad” o “multa”. Sonreí para mis adentros. ¿No
pensaría ese individuo en no pagar la multa que con toda justicia debían haberle impuesto? Eso era imposible,
el Estado tenía acceso a absolutamente todos nuestros datos, nuestras cuentas
bancarias, conocía nuestra historia, quiénes éramos, de dónde veníamos, dónde
trabajábamos, qué nos gustaba o nos dejaba de gustar, con quién estábamos e
incluso qué pensábamos. ¡Vaya iluso que
hablaba de libertad! ¿Qué es la libertad sin seguridad? ¿Se quejaba acaso? ¿No
tenía la posibilidad de votar cada cuatro años? Desde luego, la gente cada vez
era más desagradecida.
Miré fijamente a la taza de café. Estaba
vacía. Cada mañana me ocurría lo mismo, tenía que salir a realizar mis
actividades cotidianas pero el mundo era un lugar tan lleno de peligros que
necesitaba armarme de valor y el hecho de mirar por la ventana durante unos
minutos con mi café al lado era mi particular forma de cargarme de energía y de
atrevimiento. Pero ya no había más café, ya no podía esperar más. Tenía que salir a la
calle y, la verdad es que cada día que pasaba, notaba como iba perdiendo tanto
las ganas como la costumbre. ¡Suerte que el Estado protege a sus ciudadanos!
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