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Apasionado de la escritura y de la lectura. Con larga experiencia en el mundo de la consultoría y de las entidades financieras. Aficionado a la práctica del deporte, en particular del baloncesto, del esquí y del montañismo. Profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya. Consejero de varias sociedades, entre ellas de Triodos Bank, N.V. Economista y Doctor en Administración y Dirección de Empresas.

domingo, 7 de abril de 2013

La fábula del zapato


Como tantas otras mañanas decidí dedicar unos minutos a disfrutar de la visión de la calle desde la ventana de mi entresuelo.  Apoyado con cierta desgana en el alfeizar, mi taza de café humeante siempre a mano en la contigua mesita y mis ojos destripando a vehículos, tenderos y transeúntes.

Ahí estaban: la pareja de la nueva policía de seguridad ciudadana asomaba por la esquina de la calle Mayor. Con gesto amable interrumpían el paseo de una señora para inspeccionar las suelas de su calzado. Tras unos segundos y con aire sonriente la saludaban y la invitaban a seguir su camino. Con seguridad se trataba de una buena ciudadana cumplidora de las normas y leyes vigentes.

Un sorbo de café me ayudó a recordar aquél desgraciado incidente, tan solo unos meses atrás, en el que un paseante al que los medios de comunicación identificaron como Don Fermín, resbaló mientras caminaba por una de las calles principales de la ciudad con tan mala fortuna que al caer se rompió el brazo. Lógicamente las autoridades, siempre preocupadas por nuestra seguridad como es su obligación, iniciaron una profunda investigación acerca de los hechos y, tras un largo tiempo de concienzudo análisis concluyeron que el accidente se había producido por la confluencia de dos circunstancias, un suelo ligeramente mojado debido a un ligero chubasco caído en las horas anteriores al accidente y unas suelas excesivamente lisas y desgastadas en los zapatos del infortunado paseante.

La reacción de nuestros gobernantes fue inmediata y contundente. Una vez recibidos los informes sobre el accidente en el correspondiente Ministerio, sus probos funcionarios analizaron en detalle el marco jurídico aplicable y se percataron de que, cara a evitar ese tipo de percances en el futuro no podían recurrir a prohibir la lluvia puesto que no estaba clara la soberanía del Estado sobre determinados fenómenos atmosféricos y porque ello, que hubiera sido la solución ideal, hubiera podido provocar reacciones airadas de fabricantes de paraguas, de agricultores y de algún que otro de los pocos grupos de interés y sectores de actividad económica que todavía quedaban en pie.

Ante este panorama, la única actuación posible tenía que realizarse asegurando que los ciudadanos calzaran zapatos que dificultaran al máximo el deslizamiento sobre superficies húmedas o mojadas. Distraído en mis pensamientos continuaba mirando a la calle y pensaba satisfecho en lo seguros que caminaban ahora los transeúntes. Era cierto que en nuestra ciudad llovía más bien poco, por no decir casi nada, pero había que reconocer que la protección y la seguridad del ciudadano estaban por encima de todo. Era feliz. Nuestro Estado se preocupaba por nosotros y una de las muestras más claras era la nueva normativa sobre las suelas de zapato. Lógicamente las cosas había que hacerlas bien y las nuevas regulaciones  permitían que la policía inspeccionara sobre el terreno si las suelas que calzaban los caminantes se adecuaban a la nueva norma. También se había tenido que contratar a un amplio equipo de inspectores que periódicamente visitaban las fábricas de calzado y las zapaterías para asegurar que se cumplía la normativa vigente y que nadie buscaba lucrarse con la inseguridad ajena. 

Un nuevo sorbo de mi taza de café me proporcionó energía adicional.  Y parecía evidente que la necesitaba porque solo en ese momento regresó a mi mente el trámite parlamentario de la ley de seguridad del calzado. ¡Dios mío! ¡Qué infecta es la política! El gobierno solicitando apoyo para la aprobación de una normativa tan esencial para la seguridad ciudadana y que venía a complementar anteriores normas como las que legitimaban el uso obligatorio en zonas urbanas del casco y las coderas para transeúntes o las que normalizaban la utilización de correas de sujeción para pasear por las calles con niños de menos de diez años, y mientras tanto la oposición negándole su apoyo y argumentando que la nueva normativa era insuficiente, que debía ser más estricta y considerar no solo la suela sino la totalidad de la estructura del zapato. Solo así se evitarían tragedias como la acontecida a Don Fermín. Pero, ¿qué querían?, ¿que camináramos por la calle con crampones?

Dejé la mente en blanco por unos instantes mientras asistía al espectáculo de ver como la pareja  de policías de seguridad ciudadana reprendía ahora severamente a un caballero cuyas suelas no debían cumplir la normativa. El hombre protestaba y vociferaba de forma airada. A pesar de la distancia me pareció escuchar alguna palabra suelta como “libertad” o “multa”. Sonreí para mis adentros. ¿No pensaría ese individuo en no pagar la multa que con toda justicia  debían haberle impuesto? Eso era imposible, el Estado tenía acceso a absolutamente todos nuestros datos, nuestras cuentas bancarias, conocía nuestra historia, quiénes éramos, de dónde veníamos, dónde trabajábamos, qué nos gustaba o nos dejaba de gustar, con quién estábamos e incluso qué pensábamos.  ¡Vaya iluso que hablaba de libertad! ¿Qué es la libertad sin seguridad? ¿Se quejaba acaso? ¿No tenía la posibilidad de votar cada cuatro años? Desde luego, la gente cada vez era más desagradecida.

Miré fijamente a la taza de café. Estaba vacía. Cada mañana me ocurría lo mismo, tenía que salir a realizar mis actividades cotidianas pero el mundo era un lugar tan lleno de peligros que necesitaba armarme de valor y el hecho de mirar por la ventana durante unos minutos con mi café al lado era mi particular forma de cargarme de energía y de atrevimiento. Pero ya no había más café,  ya no podía esperar más. Tenía que salir a la calle y, la verdad es que cada día que pasaba, notaba como iba perdiendo tanto las ganas como la costumbre. ¡Suerte que el Estado protege a sus ciudadanos!













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